domingo, 4 de abril de 2010

Botellas y sifones

Una edición crítica del «Quijote»

«Se compran botellas y sifones.»

(Los lectores me perdonarán que traiga a cuento una reciente anécdota, tan trivial como verdadera y, si no me equivoco, significante. Para el ilustre cervantista, cuya es la obra de que voy a tratar, no he menester excusas: demasiado sabe él cuán irresistible es la tentación de intercalar en el más reverente escrito algún dicho gustoso o tal cual breve cuentecillo, a poco que se nos antojen en sazón.)

-¿Cuánto da usted por este montón de botellas? -le preguntaron a un trapero que anunciaba su tráfico con el pregón antes copiado.

-Verá usted -respondió después de examinar atentamente la ringlera de cascos que le ofrecían-. Si fueran sifones, los pagaría bastante bien; pero las botellas, francamente, pesan mucho y dejan poca ganancia.

Un momento después, plantado en la calzada, terciado el saco de arpillera y puesta la mano a modo de bocina, el impúdico traficante daba a los cuatro vientos las notas prolongadas y melodiosas de su cantinela falaz.

¿Por qué curiosa asociación de ideas me representa este trapero a... (el lector puede poner aquí los nombres propios) ciertos escritores del 98? Oidles pregonar: La erudición es nobilísimo y difícil menester, ocupación fructífera, labor meritoria e imprescindible. Sin ella no habría historia literaria, y sería letra muerta una parte no despreciable de nuestro más rico tesoro. ¿Para qué sirve el más agudo ingenio crítico frente a un texto que, por ignorancia de copistas o impresores, desfigura o contradice el pensamiento del autor? ¿Hay algo más ridículo que un comentario trascendental hecho -como hay ejemplos- sobre la torcida interpretación de un pasaje o basado en el desconocimiento de un vocablo? Venga, pues, ante todo y sobre todo, el texto depurado y esclarecido. ¡Paso a los eruditos!

Pero cada vez que se les ofrece una edición crítica, con sus obligadas gramatiquerías, filologías, concordancias y demás cosas cuyo examen «pesa mucho y deja poca ganancia», ya están nuestros traperos literarios desdeñando la mercancía y lamentando uno tras otro: ¡Lástima que no sea una interpretación interna, o una evocación subjetiva, o un comentario psicológico, o una glosa sentimental! ¡Si fueran sifones!...

Cuando Azorín publicó La ruta de Don Quijote, y Unamuno la Vida de Don Quijote y Sancho, y Ortega y Gasset las Meditaciones del Quijote, nadie les exigió, que yo recuerde, la última palabra sobre los duelos y quebrantos, nadie les preguntó por los bancos de Flandes, nadie les pidió que aclarasen uno solo de los puntos obscuros que abundan en la obra inmortal. Si Unamuno puso al fin de su libro, de propina, algunas notas lexicológicas, lo hizo espontáneamente, para demostrarnos que no le llama Dios por ese camino y que es menos arriesgado jugar a las paradojas que razonar una etimología fantástica.

Veamos, en cambio, lo que ocurre con Rodríguez Marín. En primer término, ¿quién negará de buena fe que el actual director de la Biblioteca Nacional representa un positivo valor en nuestras letras? Dejando a un lado otros aspectos de su personalidad y sin salir del único que por ahora nos interesa, hemos de convenir en que, aun cuando el sabio académico no actúa de filólogo científico, ni pretende pasar por tal, es un lexicólogo excelente y un gramático experto y bien orientado que conoce al dedillo y beneficia con acierto cuanto se ha escrito últimamente sobre la materia en España y en el extranjero. Como escritor, se juntan en su estilo el donaire y la amenidad, y, en punto a limpieza de léxico y corrección de forma, es su pluma, entre los que hoy rasguean el castellano, una de las cuatro o seis mejor cortadas. Esto ya es algo ¿verdad?

Después de muchos años de escudriñar, parejamente y con copioso fruto, la lengua de los clásicos y el habla popular, nuestro docto comentarista publicó, entre otros muchos trabajos de mérito, los importantes estudios literarios El Loaysa, Luis Barahona de Soto, Pedro de Espinosa y la magnífica edición crítica de Rinconete y Cortadillo, obras todas premiadas por la Real Academia Española. ¿Cómo no ver aquí un estímulo para más altas empresas y un presagio de su feliz acabamiento? El señor Rodríguez Marín planeó entonces una edición anotada del Quijote. No se proponía alquitarar la significación filosófica de la novela, ni hallar en ella las normas para la regeneración nacional, ni siquiera descubrir en su autor un nuevo aspecto que enriqueciese la pintoresca colección de Cervantes fisiólogo, Cervantes viajero, Cervantes revolucionario, Cervantes teólogo, etcétera, etc.

El designio del Sr. Rodríguez Marín era bastante más humilde: poner en su lugar los puntos y las comas, restablecer la verdadera lección en los pasajes alterados, explicar el sentido de las voces y construcciones caídas en desuso, sacar a luz las figuras históricas o de ficción encubiertas aquí y allá, cumplir, en fin, hasta donde sus fuerzas alcanzasen, aquella parte del programa de Menéndez Pelayo que dice así:

«Luz, más luz es lo que esos libros inmortales requieren; luz que comience por esclarecer los arcanos gramaticales y no deje palabra ni frase sin interpretación segura, y explique la génesis de la obra y aclare todos los rasgos de costumbres, todas las alusiones literarias, toda la vida tan animada y compleja que Cervantes refleja en sus libros.»

Pues bien, ya está aquí la obra. En seis gruesos tomos de esmeradísima impresión, el texto cervantino corre limpio y desembarazado sobre el enorme cúmulo de notas que, al pie de las páginas, esperan humildemente, sin llamadas importunas, al curioso lector que necesite o desee consultarlas. ¿Queréis saber lo que ante este acontecimiento literario han dicho nuestros consabidos censores? Los más han permanecido mudos. Sólo el feriante de viejo, el que hurgando a la ventura en los montones de libros simula una erudición de que carece y descubre mediterráneos en los puestos de Atocha... sólo ese ha dado su opinión, de soslayo, según costumbre, y por cierto con cuatro cuchufletas indignas de su habitual discreción.

Cuando hace tiempo anticipó el Sr. Rodríguez Marín, en la colección de Clásicos castellanos, parte de la labor preparada para la magna edición actual, decía Azorín en A B C: «La labor realizada en las notas no puede ser expedida en cuatro palabras; requiere un examen detenido, especial. Lo haremos otro día.» Ese día aun no ha llegado, que yo sepa, a pesar de que han transcurrido cinco años, y es de temer que no llegue nunca. Porque para atacar al Sr. Rodríguez Marín en su terreno, en la liza donde él emplaza a sus censores, había que demostrar, por ejemplo, que tal explicación era innecesaria, que tal supuesta novedad era ya rancia, que tal doctrina gramatical no era admisible, y había que sustentar opinión propia y discutir la ajena, y oponer a una autoridad otra, y substituir una hipótesis defectuosa por otra mejor asentada... ¿Quién duda de que esa crítica es posible, ni de que sería instructiva y conveniente? ¡Pero es tan cómodo ocultar la incompetencia so capa de un aparente desdén!

Bien a mi pesar, y por exceso de ocupaciones menos gratas, no me ha sido aún posible examinar con el merecido detenimiento toda la labor realizada por el Sr. Rodríguez Marín; pero, a juzgar por los primeros tomos, no me parece aventurado asegurar que la nueva lección supera a todas las anteriores, que más de un punto obscuro ha quedado definitivamente resuelto, que no pocas dificultades de interpretación, rehuídas hasta ahora, se ponen lealmente a discusión, que se aclaran bastantes enigmas literarios, que se estudian por primera vez interesantes fenómenos gramaticales, y que, en suma, la nueva edición del Quijote representa, para la obra capital de nuestra literatura, un paso grande hacia la luz que pedía Menéndez Pelayo.

Bien merece, pues, quien a tan alta empresa consagró quince años de su vida laboriosa, que se le haga justicia y que, junto con el fervor del público, le llegue, respetuoso y sincero, sin distingos hipócritas, el fervoroso aplauso de la crítica.

«Otro día», que, si Dios quiere, no se hará esperar tanto como el «otro día» de Azorín, hablaremos, por vía de ejemplo, de alguna de las anotaciones gramaticales hechas por el erudito comentarista, y trataremos de hacer ver la importancia de los problemas que en ellas se discuten.

(Julio Casares, en Crítica Efímera (Madrid 1918), págs. 99-106.)

Se puede leer una excelente evaluación de la obra cervantina de Francisco Rodríguez Marín aquí, por D. Eisenberg, pero no viene al caso. (Eisenberg, que concuerda con quienes creen a Rodríguez Marín "el mayor cervantista de todos los tiempos", sin embargo no deja de criticar allí donde lo ve justo; y coincide con Casares en negarle el grado de "filólogo".)

Lo que motivó este post fue que, leyendo una reflexión en Arda Reconstructed: The Creation of the Published Silmarillion de Doug Kane (Lehigh U.P., 2009) me vino a la memoria este pasaje: "¿Para qué sirve el más agudo ingenio crítico frente a un texto que, por ignorancia de copistas o impresores, desfigura o contradice el pensamiento del autor? ¿Hay algo más ridículo que un comentario trascendental hecho -como hay ejemplos- sobre la torcida interpretación de un pasaje o basado en el desconocimiento de un vocablo? Venga, pues, ante todo y sobre todo, el texto depurado y esclarecido." Pero me dio lástima sacarlo de su contexto, más que nada porque me gusta el estilo de Casares (sólo alguien que escribe diccionarios usa palabras como alquitarar).

La reflexión se refiere al comentario que T.A. Shippey hizo de este pasaje del Silmarillion de J.R.R. Tolkien, donde se describe la muerte de Elu Thingol a manos de los enanos (cap. XXII):

Entonces la codicia de los Enanos se convirtió en rabia por las palabras del rey; y lo rodearon, y le pusieron las manos encima, y lo mataron. De este modo Elwë Singollo, el Rey de Doriath, el único de los Hijos de Ilúvatar que desposara a una de las Ainur, y el único de los Elfos Abandonados que había visto la luz de los Árboles de Valinor, murió en las profundidades de Menegroth, con una última mirada posada en el Silmaril.

Dice Shippey al respecto en El Camino a la Tierra Media, pág. 304:

El Silmarillion como un todo [...] muestra dos de las grandes fuerzas de Tolkien. Una es la «inspiración»: era capaz de producir, desde algún escondido rincón de la memoria, palabras, frases, escenas en sí mismas irresistiblemente convincentes: Lúthien observada por Beren entre las cicutas, Húrin gritando a los acantilados, la muerte de Thingol en la oscuridad mientras mira a la Luz cautiva. La otra es la «invención»: tras la visión era capaz de meditar sobre ella durante décadas, sin alterarla, sino elaborando su sentido, incluyéndola en secuencias explicativas cada vez más extraordinarias.

El hecho, que seguramente pasará a la historia del tolkienismo como una curiosidad, es que por lo que ahora sabemos Tolkien jamás puso por escrito una imagen de Thingol muriendo en la oscuridad mientras mira el Silmaril, ni meditó sobre ella durante décadas, ni elaboró su sentido, etc. Como reconoce Ch. Tolkien en La Guerra de las Joyas págs. 413-4, el que Thingol muriera en las profundidades de Menegroth fue una invención editorial para ajustarse a las nuevas necesidades del relato; en los textos de su padre, el rey moría en una emboscada durante una cacería (CP2:294-5, FTM:158).

Como una curiosidad, digo, porque anulando el ejemplo de Thingol de ningún modo se invalida el argumento de Shippey, que se sostiene o cae por sus propios méritos: es sólo la elección muy desafortunada de casi el único ejemplo donde Ch. Tolkien excedió (como luego admitió y lamentó) su papel editorial hasta el punto de crear una imagen en vez de seleccionar entre las versiones existentes.

La crítica de Casares, por supuesto, no se aplica a Shippey: si algo es, es "el más agudo ingenio crítico", un filólogo amigo del estudio profundo del detalle lingüístico, de cuya observación nace el "comentario trascendental" - hubiese satisfecho a veinte Secretarios Perpetuos de la RAE.

Tampoco habría que apresurarse a identificar la tarea y la actitud de Christopher Tolkien con la "ignorancia de copistas o impresores que desfigura o contradice el pensamiento del autor". Yendo al otro extremo, se podría argumentar así: el hecho de que Shippey haya seleccionado, de entre docenas que seguramente tenía a mano, justamente la imagen interpolada para ilustrar lo típicamente tolkieniano ¿no prueba que su hijo capturó en su invención el espíritu exacto del relato mitológico? Pero éstas son discusiones circulares y viciadas, sólo adecuadas para quienes tienen tiempo de sobra.

Si se tiene la impresión de que los dos últimos párrafos destruyen casi toda relación entre el artículo de Casares y la cuestión sobre el Silmarillion, se tiene la impresión correcta, porque son dos mundos distintos. Pero queda en pie un pedido, una exigencia, una consigna y grito de batalla: "Venga, pues, ante todo y sobre todo, el texto depurado y esclarecido".

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